La gente se apiñaba alrededor de Jesús, y entonces él se puso a decirles: «Esta generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Pues como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación. La reina del Sur se levantará en el juicio contra los hombres de esta generación y hará que los condenen, porque ella vino desde los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay uno que es más que Salomón. Los hombres de Nínive se alzarán en el juicio contra esta generación y harán que la condenen; porque ellos se convirtieron con la proclamación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás».
«Reverie» © Usado bajo licencia no comercial Creative Commons
Hemos perdido la ingenuidad.
Nos hemos vuelto escépticos, y ahora ya no creemos en los valores comunes. Hemos renunciado a la verdad. Aceptamos –qué remedio– la mentira de los propios como un mal menor. Jaleamos los golpes bajos cuando van dirigidos al enemigo (ya no hay rivales, sino enemigos).
Detestamos la contrariedad. El mundo ha de adaptarse a uno.
No sabemos amar. Unos, por exceso, confunden el amor con cualquier apetito. Y otros, por defecto, son incapaces de decir «te quiero» y que sea verdad.
Consumimos noticias como si fueran parte del espectáculo cotidiano. Pasamos de la guerra a la tragedia doméstica, de la diatriba política a la entrevista punzante. Se nos van minutos que terminan siendo horas, días, semanas, viendo imágenes intrascendentes de vidas ajenas que no significan nada, pero se convierten en una prisión laberíntica.
Hay que decir «¡Basta!» Y pelear por recobrar una nueva inocencia. Más curtida, quizás, menos cándida, pero aún capaz de valorar lo bueno, lo justo, lo bello y lo valioso.
Hay que recobrar la capacidad de amar.
Me niego a creer que no hay salida al laberinto.
(José María R. Olaizola, SJ)