Jesús entró en Cafarnaúm. Un centurión tenía enfermo, a punto de morir, a un criado a quien estimaba mucho. Al oír hablar de Jesús, el centurión le envió unos ancianos de los judíos, rogándole que viniese a curar a su criado. Ellos, presentándose a Jesús, le rogaban encarecidamente: «Merece que se lo concedas, porque tiene afecto a nuestra gente y nos ha construido la sinagoga».
Jesús se puso en camino con ellos. No estaba lejos de la casa, cuando el centurión le envió unos amigos a decirle: «Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres bajo mi techo; por eso tampoco me creí digno de venir a ti personalmente. Dilo de palabra y mi criado quedará sano. Porque también yo soy un hombre sometido a una autoridad y con soldados a mis órdenes; y le digo a uno: ‘Ve’, y va; al otro: ‘Ven’, y viene; y a mi criado: ‘Haz esto’, y lo hace».
Al oír esto, Jesús se admiró de él y, volviéndose a la gente que lo seguía, dijo: «Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe». Y al volver a casa, los enviados encontraron al siervo sano.
«Orar con el corazón » © Permisos pedidos a fundación consuelen a mi pueblo
No, Señor, yo no soy digno
de que entres en mi casa,
pero igual vienes,
tú que cuentas
con los frágiles.
No soy digno
de desatar tus sandalias,
pero tú me calzas
las botas del reino
y me envías a ser
buena noticia.
No soy digno
de servir en tu mesa
y tú me sientas a ella
para darme el pan,
la paz y la palabra.
No soy digno
de llamarme profeta,
y tú me das una voz
para cantar tu evangelio.
Me descubro
tan distante, tan a medias,
tan herido de tibieza,
pero una palabra tuya
bastará para sanarme.
(José María R. Olaizola, SJ)