Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Filipo; por el camino preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Ellos le contestaron: «Unos, Juan el Bautista; otros, Elías, y otros, uno de los profetas». Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?». Tomando la palabra, Pedro le dijo: «Tú eres el Mesías». Pero Jesús les conminó a que no hablaran a nadie acerca de esto.
Entonces empezó a instruirlos: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser reprobado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días». Se lo explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Pero él se volvió y, mirando a los discípulos, increpó a Pedro: «¡Ponte detrás de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!».
Y llamando a la gente y a sus discípulos, les dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará. Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?»
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Al pie de la cruz
la madre resiste.
Su hágase de hoy
no admite tibieza.
No cabe, en su entrega,
farsa o apariencia.
No observa al verdugo
que maltrata al débil.
No insulta la ausencia
de quienes huyeron.
No busca, para ella,
sosiego o respuesta.
No reprocha a un ángel
lejanas promesas.
Solo mira al Hijo,
en muda palabra
de amor invencible.
Hágase, dicen sus ojos,
una vez más.
Hágase, asiente el Hijo.
Hasta que todo se cumple,
y entonces la muerte,
en su última victoria,
lo pierde todo.
(José María Rodríguez Olaizola, SJ)