Al salir Jesús de la sinagoga, entró en la casa de Simón. La suegra de Simón estaba con fiebre muy alta y le rogaron por ella. Él, inclinándose sobre ella, increpó a la fiebre, y se le pasó; ella, levantándose enseguida, se puso a servirles. Al ponerse el sol, todos cuantos tenían enfermos con diversas dolencias se los llevaban, y él, imponiendo las manos sobre cada uno, los iba curando. De muchos de ellos salían también demonios, que gritaban y decían: «Tú eres el Hijo de Dios». Los increpaba y no les dejaba hablar, porque sabían que él era el Mesías.
Al hacerse de día, salió y se fue a un lugar desierto. La gente lo andaba buscando y, llegando donde estaba, intentaban retenerlo para que no se separara de ellos. Pero él les dijo: «Es necesario que proclame el reino de Dios también a las otras ciudades, pues para esto he sido enviado». Y predicaba en las sinagogas de Judea.
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Andábamos sedientos,
agitados por batallas
de esas que te gastan por dentro
Éramos los tibios,
los desalmados,
los insensibles.
Llevábamos puñales
en los pliegues de la vida,
para conquistar, por la fuerza,
cada parcela de nuestra historia.
Conjugábamos la queja
con la insidia,
sospechando unos de otros.
Ocultábamos las heridas
para no mostrar debilidad.
Alguien, un día, habló de ti.
Prometías paz, sanación,
encuentro.
La promesa despertó anhelos.
Queríamos creerlo.
Salimos a buscarte.
Al encontrarte deshiciste
los nudos que nos retorcían.
Destapaste las trampas
Sembraste optimismo,
gratitud, misericordia.
Y ahora somos nosotros
los portadores de un fuego
que ha de encender
otros fuegos,
para iluminar,
el mundo
con tu evangelio.
(José María R. Olaizola, SJ)