Los judíos murmuraban de Jesús, porque había dicho: «Yo soy el pan que ha bajado del cielo». Y decían: «¿No es este Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: 'He bajado del cielo'?».
Jesús les respondió: «No murmuréis entre vosotros. Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae; y yo le resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: ‘Serán todos enseñados por Dios’. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí. No es que alguien haya visto al Padre; sino aquel que ha venido de Dios, ése ha visto al Padre.
»En verdad, en verdad os digo: el que cree, tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera. Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo».
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Compartir el pan, la brisa y lo vivido.
Liberar al tiempo del agobio de la prisa
y al dinero de la manía de la posesión.
Pensar más en el otro que en lo mío.
Dejarse desnudar por lo inaudito.
Unirse a cada hombre en la desgracia.
Sentar a la abundancia frente a la escasez
y a la apariencia junto a lo que soy.
Que cada diálogo dé a luz un nuevo sentir
y cada beso resucite un trozo de la piel.
Que cada pérdida me empuje a ir más lejos
y cada desalojo me suba a un nuevo tren.
Que en la noche brille el ser de todo lo creado
y en mi no saber, le deje a Dios nacer resucitado.
(Seve Lázaro, sj)