Jesús entró en un pueblo; y una mujer, llamada Marta, le recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra, mientras Marta estaba atareada en muchos quehaceres. Acercándose, pues, dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude». Le respondió el Señor: «Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada».
A tu madre y tus hermanos les dijiste
que madre y hermanos son quienes cumplen la palabra.
A Pedro le reprochaste, con palabras duras, no comprender la cruz.
A Santiago y Juan les recordaste que los jefes deben servir.
Al joven rico le revelaste que se estaba convirtiendo en un pobre hombre.
A los cargados de justicia les desafiaste a que tirasen la primera piedra.
Al condenado le diste otra oportunidad.
Invitaste a tu banquete a quienes no tenían sitio en ninguna mesa.
A Marta, llena de afán y de prisa, la invitas a sentarse y escuchar tu palabra.
¿Qué le dirás a María, Señor? Tal vez que se ponga en pie y ayude.
Porque tú nos sacas del terreno familiar,
y nos abres la puerta de lo nuevo.
Tú, Señor, que siempre nos desinstalas.
Sigue sacándonos de rutinas y certidumbres,
de méritos y medallas, de seguridades y justificaciones,
para descolocarnos con tu evangelio,
una vez más, hoy y siempre.
(José María R. Olaizola, SJ)