Los apóstoles volvieron a reunirse con Jesús, y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado. Entonces él les dijo: «Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco». Porque eran tantos los que iban y venían que no encontraban tiempo ni para comer. Se fueron en barca a solas a un lugar desierto. Muchos los vieron marcharse y los reconocieron; entonces de todas las aldeas fueron corriendo por tierra a aquel sitio y se les adelantaron. Al desembarcar, Jesús vio una multitud y se compadeció de ella, porque andaban como ovejas que no tienen pastor; y se puso a enseñarles muchas cosas.
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Gracias, Señor,
por las cosas elementales:
el rayo del sol
que no pregunta;
la sombra de caoba con los brazos extendidos;
la tarde que murió ayer detrás de la montaña
sin oficio de difuntos;
el agua que trabaja su pureza en lo hondo de la sierra;
el aire que limpia mis pulmones mientras duermo;
la tierra viva
generando en las raíces
los frutos y colores…
La mirada transparente como una puerta de cristal;
la mano que disuelve el hastío al estrecharse;
el cántico común
que abre la existencia al nosotros infinito…
La herencia de los siglos,
en el suero que me salva gota a gota,
en el hilo de cobre que trae luz a mi noche,
en el ojo insomne del radar en el espacio,
en la página del libro que sana mi ignorancia
y en los circuitos electrónicos
que me unen al instante
con todo el universo.
(Benjamín González Buelta, SJ)