Cuando Jesús bajó del monte, fue siguiéndole una gran muchedumbre. En esto, un leproso se acercó y se postró ante él, diciendo: «Señor, si quieres puedes limpiarme». Él extendió la mano, le tocó y dijo: «Quiero, queda limpio». Y al instante quedó limpio de su lepra. Entonces Jesús le dijo: «Mira, no se lo digas a nadie, sino vete, muéstrate al sacerdote y presenta la ofrenda que prescribió Moisés, para que les sirva de testimonio».
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Límpiame, Señor,
esta lepra
que se me pega
a la piel, a la entraña,
a la memoria.
Sana la herida del odio
que vuelve enemigo al hermano.
Vacía las sacas de codicia
que me encadenan a quimeras.
Cúrame del miedo
a tu evangelio,
cuando es profecía,
conflicto o exigencia.
Restaura los puentes caídos
que me aíslan
del hijo pródigo,
del samaritano golpeado,
del huérfano o de la viuda,
del fariseo ciego.
Libérame del ruido
que llena mis días
de promesas postizas.
Toca estas llagas
que solo tú ves,
Señor.
Abraza
las noches oscuras
del alma, y enciende
con tu fuego,
los parajes helados de dentro.
Si quieres, puedes.
(José María R. Olaizola, SJ)