Los judíos, como era el día de la Preparación y para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día grande, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y los retiraran. Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua. El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: «No le quebrarán un hueso»; y en otro lugar la Escritura dice: «Mirarán al que traspasaron».
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Tus brazos envuelven a toda criatura en gesto fraterno.
Tu rostro cansado proclama, callando, el perdón eterno.
Con manos vacías, clavado a este mundo llegas a la meta.
Siervo maltratado, corres el destino que anunció el profeta.
Tu cuerpo quebrado muestra, en su pobreza, un nuevo camino.
Del costado roto brota, a borbotones, el llanto divino.
Sangre y agua fluyen, lágrimas que gritan desde las heridas.
Siervo despreciado, que para salvarnos te das sin medida.
Hay crucificadas tantas esperanzas que no se marchitan pese a la sequía.
Hay crucificados tantos inocentes a los que el pecado dejó a la deriva.
Hay crucificado tanto amor negado que no halló respuesta cuando la pedía.
Pero allá, en la cruz, retando a las sombras, late un corazón que abraza la vida.
Es tu corazón, Jesús, casa donde guarecernos en nuestras tormentas.
Es tu corazón, Jesús, mesa donde recobramos las gastadas fuerzas.
Es tu corazón, Jesús, canto con el que bendices esta tierra seca.
Es tu corazón, Jesús, fiesta que a todos convoca y a todos alegra.
(José María Rodríguez Olaizola, SJ)