Un día que Jesús se ponía ya en camino, uno corrió a su encuentro y arrodillándose ante él, le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?». Jesús le dijo: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios. Ya sabes los mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes falso testimonio, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre». Él, entonces, le dijo: «Maestro, todo eso lo he guardado desde mi juventud». Jesús, fijando en él su mirada, le amó y le dijo: «Una cosa te falta: anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme». Pero él, abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes.
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Si acaso resisto, insiste.
Si niego, afirma.
Vence tú en este duelo
entre tu promesa y mi reserva.
Quítame el traje de gala.
y reviste mi desnudez de justicia.
Cúbreme con un manto de coraje,
ármame de bondad
y ponme en pie.
Tu luz conquistará
los reductos cerrados del alma,
tu palabra despertará
las esperanzas y los sueños.
Tu paso marcará el ritmo,
tu vida mostrará la ruta
hacia una tierra nueva
habitada por todos
Señor de la alegría distinta,
de los encuentros y fiestas,
de la mesa compartida,
del amor inquieto.
Señor de la cruz vencida,
todo empieza en ti de nuevo.
(José María R. Olaizola, SJ)