Los discípulos contaron lo que había pasado en el camino y cómo habían reconocido a Jesús en la fracción del pan. Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros». Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. Pero él les dijo: «¿Por qué os turbáis, y por qué se suscitan dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo». Y, diciendo esto, les mostró las manos y los pies. Como ellos no acababan de creerlo a causa de la alegría y estaban asombrados, les dijo: «¿Tenéis aquí algo de comer?». Ellos le ofrecieron parte de un pez asado. Lo tomó y comió delante de ellos.
Después les dijo: «Estas son aquellas palabras mías que os hablé cuando todavía estaba con vosotros: ‘Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí’». Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: «Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas».
«Lo nuevo ha comenzado» © Difusión libre cortesía de Nico Montero
Podemos estrechar
miles de manos,
y quedar solos,
llenos de sensaciones
en el borde de la piel.
Una sola mano,
y sentir en ella
el calor del absoluto.
Podemos recorrer
muchos caminos,
y quedar sin futuro
llenos de metros
en la planta de los pies.
Podemos dar
un solo paso,
y anticipar en él
el gozo de la meta.
Podemos mirar
muchos paisajes,
y quedar vacíos
llenos de imágenes
en la superficie del color.
Podemos contemplar
un solo horizonte,
y ver asomarse en él
la plenitud del infinito.
(Benjamín G. Buelta, SJ)