Los apóstoles fueron conducidos a comparecer ante el Sanedrín y el sumo sacerdote los interrogó, diciendo: «¿No os habíamos ordenado formalmente no enseñar en ese Nombre? En cambio, habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y queréis hacernos responsables de la sangre de ese hombre». Pedro y los apóstoles replicaron: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero. Dios lo ha exaltado con su diestra, haciéndolo jefe y salvador, para otorgar a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que lo obedecen». Ellos, al oír esto, se consumían de rabia y trataban de matarlos.
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Hay demasiadas certezas
en esta algarabía nuestra.
Sobran las descalificaciones
en nombre de una verdad
que deberíamos respetar más.
Faltan preguntas
convertidas en camino.
Y respuestas
que desencadenen vidas.
Hay mucho ruido
y poco silencio
en los veredictos habituales.
Abundan los prejuicios.
Escasea la aceptación
de los límites
de las dudas
de los errores
Se ofende sin razón
quien convierte opinión en ley,
cuando la realidad le contradice.
Andamos cortos de sabios,
y largos de fabuladores.
Danos, Señor,
la oscuridad
en que tu Luz
se vuelve presencia.
Despiértanos
del sueño
de ser dioses,
y devuélvenos
a la senda
de tu sabiduría.
(José María R. Olaizola, SJ)