Llegados al lugar llamado Getsemaní, dijo a sus discípulos: «Sentaos aquí mientras yo voy a orar». Tomó con él a Pedro, Santiago y Juan y empezó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dijo: «Siento una tristeza mortal; quedaos aquí velando».
Se adelantó un poco, se postró en tierra y oraba que, si era posible, se alejara de él aquella hora. Decía: «Abba, Padre, tú lo puedes todo, aparta de mí esta copa. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». Volvió, y los encontró dormidos. Dijo a Pedro: «Simón, ¿duermes? ¿No has sido capaz de velar una hora? Velad y orad para no sucumbir en la prueba. El espíritu es decidido, pero la carne es débil».
Se retiró otra vez y oró repitiendo las mismas palabras. Al volver, los encontró otra vez dormidos, porque los ojos se les cerraban de sueño; y no supieron qué contestar. Volvió por tercera vez y les dijo: «¡Todavía dormidos y descansando! Basta, ha llegado la hora en que este Hombre será entregado en poder de los pecadores. Vamos, levantaos, se acerca el que me entrega».
Todavía estaba hablando cuando se presentó Judas, uno de los Doce, y con él gente armada de espadas y palos, enviada por los sumos sacerdotes, los letrados y los senadores. El traidor les había dado una contraseña: «Al que yo bese, ese es; arrestadlo y conducidlo con cuidado». Enseguida, acercándose a Jesús, le dijo: «¡Maestro!» Y le dio un beso. Los otros se le tiraron encima y lo arrestaron.
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Que lleguen gastadas las manos
al fin de la vida
por haber acariciado el mundo,
por haber tocado a los impuros,
por haber curado llagas
y lavado los pies embarrados
de amigos y enemigos.
Manos fuertes
por haberse interpuesto
en el camino de las armas,
por haber golpeado los muros,
por haber forjado puentes,
por haber partido el pan
que ha de saciar a tantos.
Manos curtidas en la brega,
en la siembra,
en el remar cotidiano.
Manos abiertas
para acoger la congoja
del que llora,
del que espera,
del que solo pide
un amor posible.
Que sean las manos hogar,
refugio y hoguera.
Y que cuenten,
en su idioma silencioso,
que no estamos solos.
(José María R. Olaizola, SJ)