Un leproso se acercó a Jesús, suplicándole de rodillas: «Si quieres, puedes limpiarme». Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo: «Quiero: queda limpio». La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente: «No se lo digas a nadie; sino ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les sirva de testimonio». Pero cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en lugares solitarios; y aun así acudían a él de todas partes.
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Me sanas levantándome tras mi última caída
y me salvas cuando al alzarme descanso en tu abrazo.
Me sanas volviéndome a mostrar que merezco tu amor
y me salvas cuando me ayudas a reconocer tanta gracia.
Me sanas limpiando mi piel de lepras que me avergüenzan
y me salvas cuando de tu mano vuelvo a la comunidad.
Me sanas porque lo tuyo es sanar
y me salvas porque solo en ti puedo ser lo que sueñas.
No dejes de sanarme, no dejes de salvarme.
(Javi Montes, SJ)