Jesús y sus discípulos llegaron a Cafarnaúm. Al llegar el sábado entró en la sinagoga y se puso a enseñar. Y quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas. Había precisamente en su sinagoga un hombre poseído por un espíritu inmundo, que se puso a gritar: «¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios». Jesús, entonces, le conminó diciendo: «Cállate y sal de él». Y agitándole violentamente el espíritu inmundo, dio un fuerte grito y salió de él. Todos quedaron pasmados de tal manera que se preguntaban unos a otros: «¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva, expuesta con autoridad! Manda hasta a los espíritus inmundos y le obedecen». Bien pronto su fama se extendió por todas partes, en toda la región de Galilea.
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Señor, déjame ir contigo.
Sólo quiero caminar
detrás, pisar donde pisas,
mezclarme entre tus amigos.
Recorrer esas aldeas
que habitan los olvidados,
los que no recuerda nadie,
ver cómo los recuperas.
Quiero escuchar tu palabra,
simple y preñada de Dios
que, aunque a muchos incomode,
a tanta gente nos sana.
Quiero sentarme a tu mesa,
comer del pan compartido
que con tus manos repartes
a todos los que se acercan.
Y un día, tocar tu manto
como esa pobre mujer,
suave, sin que tú lo notes
arrancarte algún milagro.
Esa que todos marginan
se atreve a abrazar tus pies
y derrama su perfume,
porque en ti se ve querida.
Que de tanto ir junto a ti
pueda conocerte más,
tú seas mi único amor
y te siga hasta morir.
(Javi Montes, sj)