Después de que Juan fue entregado, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva».
Bordeando el mar de Galilea, vio a Simón y Andrés, el hermano de Simón, largando las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo: «Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres». Al instante, dejando las redes, le siguieron. Caminando un poco más adelante, vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan; estaban también en la barca arreglando las redes; y al instante los llamó. Y ellos, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, se fueron tras él.
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¡No me mandes callar!
No puedo obedecerte.
Tu perdón me ha quemado como un fuego
y lo tengo que hablar
siempre y a todos,
aunque me lo prohíbas,
o aunque no me lo crean.
Si, por eso, me echan de esta tierra,
saldré hablando de Ti.
Diré que eres de todos,
siempre el mismo,
que tu amor no depende de nosotros,
que nos amas igual, aunque no amemos;
nuestro título ante Ti es la pobreza
de no amar.
Que eres voz que llama siempre
a cada puerta,
con nombre exacto, inconfundible;
que no pides nada,
das y esperas
el tiempo que haga falta;
que no fuerzas los ritmos de los hombres,
que no cansas,
no te cansas,
y que tu amor es nuevo cada día;
que te dolemos todos,
cuando no te buscamos.
Diré muchas más cosas:
que basta con mirarte en cualquier sitio,
porque todos son tuyos,
para ser otra cosa;
simplemente
para ser persona.
¡Señor, que chispa a chispa,
no me canse
de prender este fuego!
(Ignacio Iglesias, sj)