El ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María.
Y entrando en su presencia, el ángel le dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has hallado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin». Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?». El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, ‘porque para Dios nada hay imposible’». María contestó: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra».
Y el ángel se retiró.
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La mujer valiente
aceptó el riesgo,
confió sin pruebas
cantó el Magníficat.
La mujer fuerte
se echó al camino
alumbró en tinieblas,
protegió la Vida.
La mujer sabia
llevó a Dios en su vientre
guardó la palabra,
acogió el misterio.
La mujer buena
eligió el bien,
amó, aun rompiéndose por ello
esperó más allá de la muerte.
Tu audacia aquieta hoy nuestras tormentas.
Tu fuerza nos alienta en la fatiga.
Tu sabiduría nos enseña hacia dónde mirar
y tu bondad envuelve nuestra inquietud.
Madre tan humana, tan nuestra,
tan plena…
…ruega por nosotros.
(José María R. Olaizola, sj)