Jesús dijo a los sumos sacerdotes: «¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Llegándose al primero, le dijo: ‘Hijo, vete hoy a trabajar en la viña’. Y él respondió: ‘No quiero’, pero después se arrepintió y fue. Llegándose al segundo, le dijo lo mismo. Y él respondió: ‘Voy, Señor’, y no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?».
Los sumos sacerdotes contestaron: «El primero». Jesús les repuso: «En verdad os digo que los publicanos y las rameras llegan antes que vosotros al Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis».
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Qué fácil es colocarse
en el tropel de los puros.
Reducir la fe
al cumplimiento,
que garantiza
un asiento
en el banquete
de los perfectos.
Qué triste, arrojar,
desde ese puesto,
migajas de esperanza
a quien, con pies de barro,
se siente indigno.
Algún día comprenderemos
que tu mesa se dispone
con criterios diferentes.
Que tu pan no restablece
a los saciados de ego,
de virtudes corrosivas,
de exigencias imposibles
para tristezas ajenas.
Que tu Reino no se compra
por un puñado de leyes.
Que tu amor no es la conquista
de guerreros invencibles.
Tu pan, tu Reino, tu amor,
es alimento ofrecido
a quien vive con hambre.
Y ese don,
gratuito y desbordante,
nos renueva y nos cambia.
(José María R. Olaizola, sj)