Jesús dijo a Nicodemo: «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él».
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Mirar,
clavar los ojos
en el Dios que se muere
revelando,
en el dolor extremo,
que es extremo su amor crucificado.
Mirar,
como empaparse de Dios y dejar luego
que se abra una herida en mi costado
y mi yo se derrame gota a gota
–agua y sangre– callando,
al que quiera beberlo
sin llamar, sin pagarlo.
Que soy agua de Dios,
continuamente manando;
pero puedo ser sangre,
amor ardiente,
regalo.
La muerte se hace vida
y el dolor santuario
y campana de gloria
repicando.
¿Dónde estáis los que lloran?
Venid volando.
La campana es por vosotros.
A todos os atraigo.
¡Mirad al Traspasado!
Y sentir que me dicen: «¡Haced esto!»
Y yo lo hago.
(Ignacio Iglesias, SJ)