María se levantó y se puso en camino deprisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!»
Y María dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia –como lo había prometido a nuestros padres– en favor de Abrahán y su descendencia para siempre».
María se quedó con Isabel unos tres meses y volvió a su casa.
«Por Cristo, con él y en él» © Permiso pedido a Misión País
Proclama mi alma tu grandeza, Señor.
Mi alegría echa raíz en tu vida,
en tu presencia, en tu promesa.
Tú miras mi pequeñez,
y a tus ojos, y en tus manos
soy la persona más grande del mundo.
Tú traes salvación y prometes amor
allá donde reina el egoísmo.
Prometes libertad a quien vive encadenado.
Ofreces encuentro a los abandonados
y abundancia a los que nada tienen.
Lo hiciste en otro tiempo
y lo sigues haciendo en tantos
que hoy viven y actúan en tu nombre.
Yo quiero actuar en tu nombre,
hablar con tus palabras,
abrazar con tu ternura
como María, como tantos otros,
ahora y por siempre. Amén.
(José María R. Olaizola, sj)