Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: «Señor ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle». Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: «Levantaos, no tengáis miedo». Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo. Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos».
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«Second Sight» © Usado bajo licencia no comercial Creative Commons
Transfigurar cada instante con el halo
de la belleza. En cada ojo
que te mira, saber que se halla oculta
una súplica de amor.
Pasar haciendo el bien, acariciando
las cosas y los hombres
como si fueran una flor o una estrella
que nos hubiera nacido entre las manos.
Regalar la sonrisa sin usura
y agradecer a todo cuanto existe
el hecho de existir.
Hacer de cada día un cuadro
de colores alegres, compasivos,
cálidos, transparentes y acordados.
Caminar en silencio, con el alma
abierta a los cuatro cardinales.
Ser una nota más en el himno grandioso
del palpitar pausado de los mundos.
Estar a gusto aquí,
en el Tabor glorioso de este instante,
y dejar si es posible nuestra huella
en la pasión de la palabra justa
o en el temblor de la justa pincelada.
(Adolfo Sarabia)