Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: «Señor, qué bueno es que estemos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle». Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Pero Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: «Levantaos, no tengáis miedo». Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo. Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos».
«Contigo+feliz» © Difusión libre cortesía de Colegio Mayor José Kentenich
«Calm» © Usado bajo licencia no comercial Creative Commons
Difícil
vivir contigo.
Imposible
vivir sin ti.
Demasiado tarde
para poder dejarte.
Demasiado pronto
para seguir tu causa
sin sentir ausencias.
Inevitablemente
atado a tu misterio.
Imposible encontrar
otra seducción más libre.
No puedo abarcar tus planes
ni retener tu presencia.
Pero nadie me ofrece
más cercanía que tú.
Solo en la última soledad
nos encontramos
frente a frente.
Pero ¿qué sería de mí
sin los menudos sacramentos,
manantiales cotidianos
donde bebo sorbo a sorbo
el don de tu futuro?
(Benjamín G. Buelta, sj)