La serpiente era más astuta que las demás bestias del campo que el Señor había hecho. Y dijo a la mujer: «¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?». La mujer contestó a la serpiente: «Podemos comer los frutos de los árboles del jardín; pero del fruto del árbol que está en mitad del jardín nos ha dicho Dios: ‘No comáis de él ni lo toquéis, de lo contrario moriréis’». La serpiente replicó a la mujer: «No, no moriréis; es que Dios sabe que el día en que comáis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y el mal».
Entonces la mujer se dio cuenta de que el árbol era bueno de comer, atrayente a los ojos y deseable para lograr inteligencia; así que tomó de su fruto y comió. Luego se lo dio a su marido, que también comió. Se les abrieron los ojos a los dos y descubrieron que estaban desnudos; y entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron. Cuando oyeron la voz del Señor Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, Adán y su mujer se escondieron de la vista del Señor Dios entre los árboles del jardín.
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Queríamos ser dioses.
Estábamos seguros
de tener el derecho,
la llave, la manera
de conquistar la vida,
Buscábamos el modo
de poseerlo todo.
Mirábamos, con rabia,
a la fruta prohibida.
Queríamos probarla.
Por estarnos vedada
más nos arrebataba.
¿Por qué aceptar los límites?
¿Qué nos impediría
tomarla por la fuerza?
¿Acaso no podíamos
conquistar el futuro
con el único impulso
de nuestra voluntad?
Traspasamos las líneas,
transgredimos las reglas,
mordimos aquel fruto
y solo tras hacerlo
comprendimos, heridos,
la amargura escondida
detrás de su apariencia.
(José María R. Olaizola, sj)