María se levantó y se puso en camino deprisa hacia la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!»
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Me esperas cada día. Siempre vienes,
no cesas de llegar desde el silencio
hasta el sol de mi puerta. Tiras piedras
suaves y pequeñas, transparentes
al cristal de mi cuarto y de mis ojos.
No descorro mi voz. No me doy cuenta
de que Tú estás ahí, que esta hora
es otra vez tu cita. No distingo
tu llamada. Mañana,
esta siesta, este ocaso, en esta noche
también vendrás, Tú nunca
dejarás de llegar.
Hasta que un día
saldré por fin, lo sabes, y en tus manos
pondré cuanto me esperas y me diste.
(Valentín Arteaga)