Jesús entró en Jericó e iba atravesando la ciudad. Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: «Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa».
Él bajó enseguida, y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban diciendo: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador». Pero Zaqueo se puso en pie, y dijo al Señor: «Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más». Jesús le contestó: «Hoy ha sido la salvación de esta casa; también este es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido».
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No me dejes esperar sentado,
cuando tú ya estás en los caminos.
Empújame, inquiétame,
aviva en mí el deseo
para lanzarme a buscarte.
Yo te prometo intentarlo.
Escalaré montañas,
salvaré distancias,
preguntaré por Ti
a la tierra,
a los otros,
a esa voz que brama tan dentro
con verso de paz y evangelio.
Gastaré los días,
atravesaré abismos en tu busca.
Y si me canso,
si vacilo,
si reniego de ti alguna vez,
no permitas que me rinda.
Sé que cuando escuche tu voz
que pronuncia mi nombre
y se invita a mi mesa,
entenderé, al fin…
que la salvación ya estaba aquí.
(José María R. Olaizola, sj)