Un día, sucedió que, de camino a Jerusalén, Jesús pasaba por los confines entre Samaría y Galilea, y, al entrar en un pueblo, salieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a distancia y, levantando la voz, dijeron: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!». Al verlos, les dijo: «Id y presentaos a los sacerdotes». Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios.
Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz; y postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y este era un samaritano. Tomó la palabra Jesús y dijo: «¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?». Y le dijo: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado».
Dios, Señor Mío,
no tengo idea de adónde voy.
No veo el camino delante de mí.
No puedo saber con certeza dónde terminará.
Tampoco me conozco realmente,
y el hecho de pensar que estoy siguiendo tu voluntad no significa
que en realidad lo esté haciendo.
Pero creo que el deseo de agradarte, de hecho te agrada.
Y espero tener ese deseo en todo lo que haga. Espero que nunca haga algo apartado de ese deseo.
Y sé que si hago esto
me llevarás por el camino correcto, aunque yo no me dé cuenta de ello.
Por lo tanto, confiaré en ti siempre
aunque parezca estar perdido a la sombra de la muerte.
No tendré temor
porque estás siempre conmigo,
y nunca dejarás que enfrente solo mis peligros. Amén.
(Thomas Merton)