Uno de entre la gente dijo a Jesús: «Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo». Él le respondió: «¡Hombre!, ¿quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros?». Y les dijo: «Mirad y guardaos de toda codicia, porque, aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus bienes».
Y les dijo una parábola: «Los campos de cierto hombre rico dieron mucho fruto; y pensaba entre sí, diciendo: ‘¿Qué haré, pues no tengo donde reunir mi cosecha?’. Y dijo: ‘Voy a hacer esto: Voy a demoler mis graneros, edificaré otros más grandes y reuniré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea’. Pero Dios le dijo: ‘¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?’. Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios».
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Levanta tu corazón cuando caigas, despacito, con humildad ante Dios, consciente de tu miseria, sin extrañarte de haber caído. Pues no es extraña la fragilidad en lo frágil, la limitación en lo limitado y la debilidad en lo débil. Pero siente de verdad el mal cometido; siente haber vuelto la espalda a Dios. Y con gran ánimo y confianza en su misericordia, vuelve a caminar bajo su luz, que habías dejado apagarse.
(adaptación de un texto de san Francisco de Sales)