Pablo se dirigió a los presbíteros de la Iglesia de Éfeso: «Tened cuidado de vosotros y del rebaño que el Espíritu Santo os ha encargado guardar, como pastores de la Iglesia de Dios, que él adquirió con su propia sangre. Ya sé que, cuando os deje, se meterán entre vosotros lobos feroces, que no tendrán piedad del rebaño. Incluso algunos de vosotros deformarán la doctrina y arrastrarán a los discípulos. Por eso, estad alerta: acordaos de que durante tres años, de día y de noche, no he cesado de aconsejar con lágrimas en los ojos a cada uno en particular.
»Ahora os dejo en manos de Dios y de su palabra de gracia, que tiene poder para construiros y daros parte en la herencia de los santos. A nadie le he pedido dinero, oro ni ropa. Bien sabéis que estas manos han ganado lo necesario para mí y mis compañeros. Siempre os he enseñado que es nuestro deber trabajar para socorrer a los necesitados, acordándonos de las palabras del Señor Jesús: ‘Hay más dicha en dar que en recibir’».
Cuando terminó de hablar, se pusieron todos de rodillas, y rezó. Se echaron a llorar y, abrazando a Pablo, lo besaban; lo que más pena les daba era lo que había dicho, que no volverían a verlo. Y lo acompañaron hasta el barco.
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Y me preguntas
y te pregunto:
¿por qué me cuesta
tanto cuidar?
¿Por qué me vivo agotado
en esa responsabilidad?
¿Por qué a dicho oficio
no paro de ponerle disculpas,
relegándolo siempre
al último lugar?
El cuidar exige esmero,
paciencia, mesura,
vigilancia, atención.
No se cuida
sino en la cercanía
y mirando al otro
desde el corazón.
No son los más importantes
los cuidados doctrinales
de nuestros antepasados.
Tampoco lo son los actuales
del autocuidado y la alimentación.
Los cuidados más sagrados
son los que cuidan del otro,
los que curan su herida,
ahuyentan su abatimiento
y acarician su piel.
Son los que por sistema
descuidan el tiempo y la utilidad.
Solo en estos nos encontramos,
y nos vamos volviendo humanos.
Hasta cambiar, ¡quién lo creyera!
formas siniestras y avaras
de vivir, de ser y pensar.
(Seve Lázaro, sj)