A ti, Señor, me acojo: no quede yo nunca defraudado; tú, que eres justo, ponme a salvo. A tus manos encomiendo mi espíritu: tú, el Dios leal, me librarás.
Soy la burla de todos mis enemigos, la irrisión de mis vecinos, el espanto de mis conocidos; me ven por la calle, y escapan de mí. Me han olvidado como a un muerto, me han desechado como a un cacharro inútil.
Pero yo confío en ti, Señor, te digo: «Tú eres mi Dios». En tu mano están mis azares; líbrame de los enemigos que me persiguen.
Haz brillar tu rostro sobre tu siervo, sálvame por tu misericordia. Sed fuertes y valientes de corazón, los que esperáis en el Señor.
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Crucificadas
las esperanzas
de quien se atrevió a adentrarse
en la entraña de la vida.
Los sueños de paz.
La verdad, crucificada
en nombre de lo conveniente.
Crucificado el amor
que no supimos entender.
Cruces, cruces en las veredas
de la historia, en los pozos
del desconsuelo. Cruces,
y gritos que rasgan el cielo
sin encontrar más eco
que el silencio.
No desesperemos,
pese a todo,
contra viento y marea,
contra pecado y orgullo,
contra egoísmo y cerrazón,
Dios abraza la cruz
para derribarla,
la callada no es su respuesta;
y la vida espera, pujante,
para vaciar
los sepulcros
de una vez por todas.
(José María R. Olaizola, sj)