El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo; para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los discípulos.
El Señor Dios me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes ni salivazos.
El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado.
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Saber decir al abatido
una palabra de aliento.
Saber mirar su dolor,
y adivinar los resquicios
por donde se abre un mañana.
Saber curar sus heridas
con discreción y paciencia.
Saber aquietar desvelos
mostrando una paz posible.
Saber sembrar, en su tierra,
las semillas de una vida
que se yergue, vencedora.
Saber amar, en silencio,
las flaquezas y desgastes,
las roturas y cansancios.
Saber contar que el Amor
ni se rinde, ni abandona
nuestro barro.
(José María R. Olaizola, sj)