Jesús comenzó a decir en la sinagoga: «Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy». Y todos daban testimonio de Él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es éste el hijo de José?». Él les dijo: «Seguramente me vais a decir el refrán: ‘Médico, cúrate a ti mismo’. Todo lo que hemos oído que ha sucedido en Cafarnaúm, hazlo también aquí en tu patria». Y añadió: «En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria. Os digo de verdad: Muchas viudas había en Israel en los días de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis meses, y hubo gran hambre en todo el país; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue purificado sino Naamán, el sirio».
Oyendo estas cosas, todos los de la sinagoga se llenaron de ira; y, levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad, y le llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual estaba edificada su ciudad, para despeñarle. Pero Él, pasando por medio de ellos, se marchó
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Nadie es profeta en su tierra
y, sin embargo,
hay que serlo.
Hay que levantar la voz
para gritar que es posible
desmantelar los rencores,
desconectarse del odio,
y acostumbrarse al silencio,
antesala de palabras
que han de romper los candados
que separan y dividen.
Hay que regresar a casa
y remover certidumbres,
desenmascarar inercias,
mostrar que hay otros caminos
para celebrar la vida.
Basta ya de laberintos
en que se gastan los días
inventando recorridos
que a ningún lugar conducen.
Basta de duelos estériles
entre esgrimistas de versos
que conocen los discursos
pero ignoran el amor.
Y aunque ataquen al profeta,
por mostrar, en su retorno,
que otra mirada es posible,
seguirá plantando cara,
porque lleva dentro el fuego
que en su entraña puso Dios.
(José María Rodríguez Olaizola, sj)