Al acercarse Jesús a Jericó, estaba un ciego sentado junto al camino pidiendo limosna; al oír que pasaba gente, preguntó qué era aquello. Le informaron de que pasaba Jesús el Nazareno y empezó a gritar, diciendo: «¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!». Los que iban delante le increpaban para que se callara, pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!». Jesús se detuvo, y mandó que se lo trajeran y, cuando se hubo acercado, le preguntó: «¿Qué quieres que haga por ti?». Él dijo: «¡Señor, que vea!». Jesús le dijo: «Recobra la vista. Tu fe te ha salvado». Y al instante recobró la vista, y le seguía glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al verlo, alabó a Dios.
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Sáname, Señor,
de esta oscuridad
que es andar a ciegas.
De esta tristeza
que es vivir a medias.
De esta sequedad
que es bailar sin música.
De esta soledad
donde no hay prójimo.
Sáname, Señor,
de esta fe acostumbrada,
del amor domesticado,
de esta esperanza
que ya no sueña
en un mañana más pleno,
de esta dureza
del corazón de piedra
y esta suavidad
de las palabras cómodas.
Sáname, Señor,
de las constantes excusas
que me paralizan,
de la incapacidad de renunciar
que me impide elegir,
de la seguridad
convertida en prisión.
Sáname.
Abre mis manos,
mi entraña,
mis ojos.
Que vea.
(José María R. Olaizola, sj)