Un grupo de fariseos con algunos escribas de Jerusalén, se acercaron a Jesús y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos. (Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y, al volver de la plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas).
Según eso, los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús «¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?» Él contestó: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: ‘Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos’. Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres».
Entonces llamó de nuevo a la gente y les dijo: «Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro».
El que pone su seguridad
en el cumplimiento
de las leyes,
se ha entregado
a un amo
frío e impersonal
que sanciona
nuestra complejidad
como un golpe de cuchillo.
El que pone su valía
en la opinión ajena,
se ha entregado
a muchos amos
externos a sí mismo,
que lo ensalzan
o lo condenan
a su antojo.
El que pone su autoestima
en alcanzar las metas
trazadas por sí mismo,
se confía
a fuerzas oscuras
que nos mueven
desde las propias sombras.
El que pone su confianza
en el Señor,
se ha entregado
al misterio personal,
que nos acoge
en nuestra complejidad
tan ambigua,
nos aprecia
con un amor
inmune a la decepción,
nos libera
de nuestro yo oscuro
al ofrecernos
crear su designio,
y nos integra,
rotos por los límites,
en la comunión
de su abrazo infinito.
(Benjamín González Buelta, sj)