Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya. Por este Hijo, por su sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados. El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche para con nosotros, dándonos a conocer el misterio de su voluntad. Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo cuando llegase el momento culminante: recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra.
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Jesucristo, nos dirigimos a Ti,
no como a un lejano horizonte.
Tú estás cerca, eres el alma de nuestra alma,
la intimidad de nuestra intimidad.
Siempre estamos contigo,
porque somos carne de tu carne;
somos tu cuerpo.
Todo lo que sucede en el mundo,
sucede dentro de nuestro Cuerpo de Cristo.
Cada acto repercute en todos y cada uno.
Nuestra pequeña tarea,
nuestro esfuerzo minúsculo,
tiene una potencia infinita
porque es una gota en el caudal
que empuja la turbina.
Por esto el mundo es sagrado:
la calle está llena de Cristo.
Reverentemente hay que recoger
todas las migajas de hombre,
porque allí estás Tú, Jesucristo.
Si supiésemos ver, todo sería un éxtasis.
Te amaríamos también
en estos miembros magullados
de tu eterna crucifixión.
Gracias, Señor,
porque aun nuestra tarea profana
es un gesto tuyo.
Para hallarte no hay que retirarse en el egoísmo;
por el contrario, hay que sumergirse más en las cosas,
hasta lo más profundo:
exprimirlas hasta que gotee tu presencia.
(Luis Espinal, sj: Oraciones a quemarropa)