Jesús fue a su pueblo en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?» Y esto les resultaba escandaloso.
Jesús les decía: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa». No pudo hacer allí ningún milagro, solo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe.
Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.
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Nos conformamos
con lo sabido,
con hábitos
convertidos en ley,
con imágenes inacabadas.
Preferimos la atrofia
de límites seguros.
Nos afanamos
en hacer
que el mundo encaje
en dos esquemas.
Hasta a Dios
lo apresamos
en conceptos insuficientes.
Matamos profetas,
y silenciamos sabios.
Desechamos,
con gesto incrédulo,
la posibilidad
de buenas noticias
que no sean saldo
y rutina.
Zarandéanos.
Rompe
las etiquetas
que nos dejan dormir
pero no vivir.
(José María R. Olaizola, sj)