Jesús entró en Jericó, e iba atravesando la ciudad cuando un hombre llamado Zaqueo, jefe de recaudadores y muy rico, intentaba ver quién era Jesús; pero a causa del gentío, no lo conseguía, porque era bajo de estatura. Se adelantó de una carrera y se subió a un sicomoro para verlo, pues iba a pasar por allí. Cuando Jesús llegó al sitio, alzó la vista y le dijo: «Zaqueo, baja aprisa, pues hoy tengo que hospedarme en tu casa».
Bajó a toda prisa y lo recibió muy contento. Al verlo, murmuraban todos porque entraba a hospedarse en casa de un pecador. Pero Zaqueo se puso en pie y dijo al Señor: «Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres, y a quien haya defraudado le restituyo cuatro veces más». Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también él es hijo de Abrahán. Porque este Hombre vino a buscar y salvar lo perdido».
«Nuestro canto es Aleluya» © Autorización de Comunidad de la conversión
Sigue curvado sobre mí, Señor. Remodelándome, aunque yo me resista. ¡Qué atrevido pensar que tengo yo mi llave! ¡Si no sé de mí mismo! Si nadie, como Tú, puede decirme lo que llevo en mi dentro. Ni nadie hacer que vuelva de mis caminos que no son como los tuyos. Sigue curvado sobre mí tallándome aunque, a veces, de dolor te grite. Soy pura debilidad, –Tú bien lo sabes–, tanta, que, a ratos, hasta me duelen tus caricias. Lábrame los ojos y las manos, la mente y la memoria, y el corazón –que es mi sagrado–, al que no Te dejo entrar cuando me llamas. Entra, Señor, sin llamar, sin mi permiso. Tú tienes otra llave, además de la mía, que en mi día primero Tú me diste, y que empleo, pueril, para cerrarme. Que sienta sobre mí tu ‘conversión’ y se encienda la mía del fuego de la Tuya, que arde siempre, allá en mi dentro. Y empiece a ser hermano, a ser humano, a ser persona. (Ignacio Iglesias, sj)